Verdun, Qc, Canada, 08 de julio de 2025.
Frater: Kain Exiliatus
Fulgurans per Viam Cordis
Custos Ignis Interdicti
Tesina de Grado Práctico
De la Práctica a la Alquimia del Ser
Tras haber transitado el sendero del Celador y luego del Grado Teorico, me adentro ahora en una etapa que, si bien mantiene su nombre, implica un nuevo nivel de profundidad. El “practicus” que soy hoy ya no ejecuta únicamente lo aprendido; ahora comienza a transformar. No se trata solo de conocer los símbolos, sino de habitarlos. No se trata ya de caminar el sendero, sino de fundirse con él.
Mi camino ha sido, como el del alquimista, una espiral. Ya conocen que soy médico, pero también filósofo, artista de la transformación y peregrino de la rosa. Perdí la audición del oído izquierdo, pero gané otra forma de escuchar: la voz del alma. Cada enfermedad, cada duda, cada silencio, han sido crisoles. Y en ellos, he destilado un propósito: recordar quién soy.
El Llamado Interior: El Ángel con la Trompeta
Como Christian Rosacruz en la primera jornada de sus Bodas Alquímicas, también fui visitado por un Ángel. El mío no llegó con alas visibles ni cartas en todas las lenguas, sino con un zumbido eterno: el tinnitus que se instauró en mi oído izquierdo. Fue ese zumbido, como una trompeta interna, el que rompió el mundo cotidiano y me hizo mirar hacia adentro.
Allí supe que el camino rosacruz no es una teoría, sino un acontecimiento. No es una lectura, sino una vivencia. El Ángel me habló en silencio: me estaba iniciando en el Misterio de la Cruz, y en la posibilidad de, a través de ella, recordar la Rosa.
La Montaña y el Pozo: La Medicina como Vía Iniciática
La medicina moderna me formó como técnico del cuerpo. Pero el dolor propio —el mío y el de los pacientes— me llevó a buscar más allá del bisturí, de la molécula, del diagnóstico. En la montaña donde me refugié simbólicamente, no encontré un hospital, sino un pozo: profundo, oscuro, mineral.
Allí, como relata un alquimista en su sueño, “la verdadera materia de la Medicina perfecta... se encuentra solamente en esta Montaña, en el fondo de un pozo seco”. He descendido por esa cuerda de fuego, entre símbolos, lágrimas, fracasos y vislumbres de gracia. Hoy comprendo que el médico rosacruz no cura cuerpos: transmuta destinos.
Las Siete Jornadas: Mi Obra Alquímica Interior
Así como las Bodas Alquímicas están divididas en siete jornadas, también mi camino ha sido marcado por siete fases simbólicas que ahora reconozco:
Despertar – El zumbido en el oído como llamado espiritual.
Caída – El duelo por la pérdida sensorial, identidad fragmentada.
Rebeldía – El rechazo a la técnica vacía, al sistema médico sin alma.
Silencio – La escucha interior, el vaciamiento.
Síntesis – Integrar la medicina, la alquimia y la filosofía.
Servicio – Acompañar a otros desde el fuego transmutado.
Alianza – Unirme a la Rosa y la Cruz, y comprender que soy ambos.
Per Crucem ad Rosam: El Sello del Camino
La frase “Per Crucem ad Rosam” cobra para mí un nuevo sentido. La cruz no fue una metáfora: fue mi cuerpo marcado, mi miedo, mi cansancio, mi exilio interior. Y sin embargo, en ese mismo cruce de dolores nació la Rosa.
Porque fui asno, comí la rosa. Porque fui Lucius, pude reencontrar la luz. Porque descendí, recordé.
Comprendí tarde que la cruz que se me daba no era un castigo ni un accidente: era un destino cifrado, una geometría divina para mi transmutación. La cruz no cayó sobre mí: yo la llevé escrita desde antes del comienzo. En mi oído, en mis células, en mi historia familiar, en mis fracasos amorosos, en cada vez que me sentí exiliado del lenguaje o del mundo.
Como Rosacruz, sé que la rosa no florece sin espinas, sin sangre, sin duelo. La rosa es símbolo del alma en su plenitud, pero también de la belleza nacida de lo imposible. Solo quien ha atravesado el jardín del espino -ese que guarda la entrada del templo interior- puede oler su perfume sin ser herido por el orgullo.
Mi pérdida auditiva fue la primera gran cruz visible, o por lo menos la que senti así. Pero hubo muchas antes: la del silencio afectivo, la del cuerpo enfermo, la de la patria fracturada, la del amor perdido, la del tiempo que me arranca partes de mí sin permiso. La cruz no es solo vertical y horizontal. Es interna y externa. Es la intersección de lo que uno es con lo que uno teme ser.
Cada cruce de caminos ha sido también un cruce de abismos: decisiones que me quebraron, duelos sin entierro, preguntas sin respuesta. La cruz que cargo no es de madera: es de plomo psíquico, de sangre no llorada, de palabras que no supe decir.
Pero en alquimia el plomo no es el final: es el comienzo. La cruz de plomo es el inicio de la Gran Obra.
Y sin embargo, en medio del dolor... apareció la Rosa. No una flor externa, sino una presencia que brota desde el centro del corazón cuando el ego se ha derrumbado y la sombra ha sido aceptada. La rosa que vino a mí no fue perfecta: era herida, era cicatriz, era ternura con espinas.
La Rosa no es una recompensa. Es una consecuencia.
La Rosa es lo que queda cuando uno ya no necesita comprender, controlar, defenderse. Es la risa después del llanto. El perfume después de la quema. Es lo que nace cuando ya no queda nada que ocultar. Y entonces se revela: Yo soy tú. Tú eres la Rosa que buscabas.
El Sello: Cruz y Rosa Unidas
Cuando los antiguos alquimistas hablaban del sello, no se referían a un símbolo decorativo, sino a una impresión irreversible del espíritu en la carne. Mi sello, lo reconozco, es esta unión secreta: he sido marcado por el dolor y la revelación, por el exilio y la presencia.
Hoy llevo en mí ese signo invisible: una cruz abierta como los cuatro elementos, y en su centro, una rosa que no se marchita. Como dijo el Corpus Hermeticum, "lo que se ha unido por el fuego, no puede ser separado".
Ese sello no lo recibí de un maestro externo. Fue mi propio camino —mi cuerpo convertido en atanor, mis lágrimas como alquimia húmeda, mi oído silenciado como entrada a otro mundo— el que me imprimió la marca.
He muerto y renacido muchas veces. Cada vez más desnudo. Cada vez más vacío de certezas y más lleno de silencio. Cada vez más cerca de esa verdad que solo se escucha con el oído del alma.
La Rosa como Herida que Florece
No hay rosa sin cruz. No hay perfume sin herida. Por eso, si mi oído sangró fue para que pudiera escuchar sin ruido. Si mi cuerpo falló fue para que mi espíritu pudiera tocar fondo. Cada vez que el mundo me rompió, descubrí una forma distinta del amor. Amor que no necesita entender. Amor que simplemente es.
"Per Crucem ad Rosam" es, para mí, la fórmula más pura de toda alquimia espiritual. No hay atajos. No hay logros sin renuncias. No hay integración sin desintegración. Pero la Rosa... siempre aparece. No en el momento que esperas, ni como la imaginabas. Aparece cuando te rindes. Cuando no te queda nada. Cuando ya no eres nadie. Entonces... florece.
Y eso basta.
La Práctica como Liturgia: Medicina, Alquimia y Servicio
Mi trabajo como médico ya no es solo técnico. Veo en cada paciente un símbolo. En cada molecula de oxígeno, un espíritu. En cada sesión, una liturgia.
He aprendido que la práctica no es acción ciega, sino oración activa. Ser Práctico en el Tercer Grado no significa hacer más cosas, sino hacerlas con conciencia.
La medicina, cuando pierde su alma, se convierte en mecánica de cuerpos rotos. La espiritualidad, cuando olvida el cuerpo, cae en evasión o dogma. En el Grado Práctico, he comprendido que la verdadera obra rosacruz no se despliega en planos abstractos ni se encierra en templos invisibles. Se manifiesta, ante todo, en la vida cotidiana —en el trabajo, en el sufrimiento compartido, en el oficio que uno realiza con conciencia.
La práctica, para mí, se ha vuelto una forma de liturgia. No como un rito aprendido, sino como un arte sagrado que se realiza con cada paciente, con cada inhalación de oxígeno, con cada palabra que busca aliviar. En el Tercer Grado he redescubierto que el verdadero templo está donde haya un ser humano en búsqueda, en duelo, en tránsito.
El paciente como espejo
Cada paciente que recibo no es un caso: es un espejo. Su dolor es un fragmento del mío. Su cuerpo herido es mi cuerpo también. Aprendí que no se puede servir desde arriba ni desde afuera. Hay que servir desde adentro. Y para eso, hay que vaciarse.
Me he enfrentado al sufrimiento de otros no como quien tiene respuestas, sino como quien ha aprendido a estar. Sin controlar. Sin intervenir más de lo necesario. Porque a veces el mayor acto médico es sostener la llama, no apagar el fuego.
Con el tiempo, entendí que cada sesión podía ser un acto de ofrenda. Que cada ajuste de máscara, cada protocolo revisado, cada palabra de consuelo o silencio respetuoso, podía ser una oración sin palabras. Una misa clínica. Un servicio de comunión entre dos seres humanos que atraviesan juntos el misterio de la fragilidad.
El oficio como sendero iniciático
Como Práctico, ya no trabajo para hacer cosas. Trabajo para ser en lo que hago. En cada gesto técnico hay una oportunidad de elevar la materia. En cada momento de frustración, una posibilidad de entrega. La vida profesional no es un obstáculo para el Sendero: es el Sendero.
Los antiguos enseñaban que el alquimista no debía temer mancharse las manos. Que solo quien labora en lo denso, en el fango, en lo impuro, puede obtener la piedra. Así también yo he aprendido que la práctica no es lo opuesto a la espiritualidad, sino su forma visible, encarnada, encendida. La única que puede sostenerse en el tiempo sin convertirse en discurso vacío.
Mi medicina ya no se basa solamente en evidencia, sino en presencia. No en la cantidad de herramientas, sino en la calidad de la atención. Atiendo al alma, aunque no se vea en la historia clínica. Contemplo al espíritu, aunque no tenga código de facturación.
El servicio como vía de transmutación
He descubierto que servir a los demás no es una virtud: es una necesidad del alma. Cuando sirvo, algo en mí se alinea, se redime, se recuerda. No es un gesto moral ni una actitud ascética. Es una forma de despertar.
Porque quien sirve —de verdad— no busca recompensa, ni reconocimiento. Busca, en lo profundo, reencontrar el vínculo con el Todo. Con el Logos que habita en cada célula. Con el Cristo interior que espera en cada respiración.
La práctica del servicio me ha revelado un secreto: no hay alquimia sin entrega. El yo que se aferra a sus logros, a su rol, a su necesidad de ser visto, nunca verá la Rosa. Solo quien se ha vaciado puede ser llenado de Luz. Solo quien ha dado su fuego puede recibir el Fuego Verdadero.
Mi Conclusión: La Palabra Perdida
Este tercer grado me entrega la visión del alma que ha caminado. El Teórico pasando a Práctico no es quien estudia: es quien ha vivido y, desde esa vivencia, puede enseñar.
Quizás el objetivo de todo este proceso ha sido reencontrar la Palabra Perdida. En mí, esa palabra se ha revelado no en voz, sino en silencio. No como doctrina, sino como camino.
La Rosa-Cruz me ha enseñado que no hay mayor alquimia que amar lo que duele, y no hay mayor sabiduría que recordar.
El Templo no está en un lugar físico, sino en el cruce entre experiencia y contemplación. Y es allí donde me preparo a entrar: a enseñar sin palabras, a servir sin mostrarme, a llevar la rosa tatuada en el pecho y la cruz en la espalda.
Hoy, cierro este ciclo con humildad, sabiendo que el sendero no termina, sino que se transforma. Y que lo que he ganado no es un grado, sino una conciencia. Que yo mismo soy la Obra, el Operador, y la Piedra.
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